martes, 30 de marzo de 2010

DULCES MENTIRAS

Las noticias revelan de manera terrorífica que El Salvador se ha convertido en uno de los países más violentos de América Latina. Posee un promedio de 12 a 13 muertes por día. Las pérdidas económicas y sociales son elevadas. Los medios de comunicación están enfocados en recordar a diario lo antes expuesto, de tal manera que parezca una crisis del siglo XXI.

La perspectiva que de dicho conflicto se presenta es la de una endemia. Enfermedad a la que el pueblo salvadoreño se vio obligado a sufrir después del cambio gubernamental. Los sufragios llevados a cabo en el 2009 dieron como vencedor a Mauricio Funes, postulado por el FMLN, principal partido de oposición.

Desde este punto de vista, los cambios ideológicos y políticos trajeron nefastas consecuencias a esta pequeña nación. La cantidad de muertos se disparó de nueve a trece diarios. Pareciera que jamás hubo tal cantidad de crímenes en el país.

Según el informe del PNUD (Programa de las Naciones Unidas Para el Desarrollo), en El Salvador se invierte el doble de los presupuestos asignados al Ministerio de Salud y al Ministerio de Educación. A pesar de ello, no se observan resultados contundentes que comprueben lo contrario.

Lejos estamos de concebir el origen de la violencia en la pos-guerra. En investigaciones realizadas por la revista ECA se considera que la violencia en El Salvador no es reciente. Los registros y estadísticas arrojan datos extraordinarios. El Salvador para 1996 ya poseía las tasas más altas de homicidios del continente, inclusive antes de los años ochenta.

Las diversas encuestas y estudios sobre criminalidad concuerdan en que al menos uno de cada tres salvadoreños sufre algún tipo de robo o hurto en el lapso de un año. Estos delitos carecen de seguimiento judicial porque en raras ocasiones son denunciados a las autoridades. Es “inconcebible” el nivel de violencia, como lo acota el Arzobispo Escobar Alas. De esta forma queda comprobado que la dificultad atravesada por esta pequeña nación, posee diversas causas que van desde los malos manejos en fondos gubernamentales, la represión a las masas populares, el irrespeto a los derechos de los salvadoreños etc.

Fácil resulta culpar de errores propios a quien resulta electo en el poder. Almacenar deudas políticas, económicas y judiciales ha sido por años la matriz de la impunidad de marcados gobiernos tradicionalistas. Estos mismos que abogan por la erradicación de los derechos fundamentales en aras de la mezquindad e individualidad de aquellos que poseen los medios de producción de manera casi feudal.

Resulta a su vez interesante, que un nuevo poder se erige en una nación tan pequeña. Se observa los linderos de la irrealidad con la llegada de los monstruos televisivos, éstos que denigran a quien es su opositor y exaltan a quien ejerce su hegemónico liderazgo.

En vista de lo anterior, todos los sectores son llamados a participar en la pronta erradicación del cáncer que carcome una sociedad golpeada por los homicidios y robos. A participar activamente en la toma independiente de opiniones, sin vernos afectados por los medios de comunicación. Estos medios que recurren a un sinfín de argucias con el afán de desvirtuar la realidad de un país que día a día se desangra en manos de impunes delincuentes. Aquellos, que gobiernan sentados frente a un escritorio y masticando palabras insensatas, los que atraviesan el umbral de la porquería… perdón… politiquería. A ellos va este llamado de atención.

Susana Avalos

Marzo 25 de 2010

UN DOLOR ALEGRE

Hacía tanto tiempo que no leía nada sobre la guerra. En mis manos cayó el libro del padre Jon Cortina “EL día más esperado”. Al realizar la primera inspección y constatar que posee más de trescientas páginas entré en dudas sobre lo interesante y novedoso del mismo. No le encontré muchas imágenes ni nada en especial que llamara mi atención.

Camino al trabajo inicié la labor de lectura. Me doy cuenta que hay mucho que divulgar sobre los años previos y posteriores al enfrentamiento armado. Indudablemente, esto no debe ser con el afán de consolidar o conquistar políticas o ideas contradictoriamente opuestas, sino con el propósito de mostrar aspectos que pasaron desapercibidos por una buena parte de la población.

En el “Itinerario de lectura” que realiza Francisco Andrés Escobar sobre el libro, encontré una substancial motivación que me introdujo en la lectura con voraz curiosidad. La frase “Este es un libro triste. Y también, un libro alegre me sedujo. Debía saber por qué se puede alegrar o causar dolor al mismo tiempo. Esta dicotomía incomprensible consolidó el apremiante deseo de comprobar dichas palabras.

Me introduje en las primeras páginas. Un poco de historia, un tanto de testimonio. Había demasiado dolor replegado en cada hoja que leía. De esta forma sentí de nuevo ese dolor que alguna vez experimenté al leer la historia de Rufina Amaya en “Luciérnagas en el Mozote”. Recorrí con las protagonistas los lugares descritos con minucioso sufrimiento. Me lancé sobre espinas, me arrastré por las quebradas y montes, sentí el agua en mi cuello, la angustia de la persecución, las balas mortíferas silbando en mi oído, el hambre de unos hijos, el dolor de la pérdida de un esposo. Lo viví sentada frente al libro.

Lloré sin darme cuenta. Los ojos no pudieron contener tantas sensaciones recorriéndome el alma y la mente. Pero esta vez no ante el sufrimiento, sino ante el reencuentro de una madre con su hijo. Lloré porque el corazón sintió lo que la gente en Guarjila. El nudo en la garganta cuando se vieron después de doce años madre e hija, primos, tíos, abuelos. Es indescriptible, pero puedo decir que estuve ahí. Vi cómo el microbús azul de las Aldeas Infantiles llegaba frente a la iglesia del pueblo y de él bajaban aquellos niños que una vez estuvieran perdidos. Era un milagro hecho realidad.

Sin dejar a un lado, la loable tarea del padre Jon Cortina, quien vivió, comió y respiró el miedo manifestado por los protagonistas de estas historias. El rencuentro después de ver la vida cerca de la muerte, al igual que los seres que ofrecen sus testimonios, resucitó la fe en aquellos que la habían extraviado en alguna guinda. Su ayuda a la búsqueda de niños perdidos durante el conflicto armado generó esperanzas y aliento de vida a muchos padres que no la tenían.


Entiendo ahora, con un tercio del libro leído, que tengo el deber moral de compartir este dolor y esta alegría con la gente. No debo permitir que olviden tan fácilmente las generaciones venideras. Generar cambios sociales para que no tengamos a una Francisca y una Magdalena persiguiendo y suplicando por años una justicia que no llegó de las autoridades oficiales. Es lo razonable y lo menos que podemos hacer. Fortalecer lazos de solidaridad y amor entre los miembros de una comunidad. No debo olvidar que son mis hermanos, familia, son salvadoreños como yo. Cada uno de ellos, mis compatriotas, que llevan un dolor y una alegría de las que ahora soy parte.

Susana Avalos

14 Marzo de 2010