Hacía tanto tiempo que no leía nada sobre la guerra. En mis manos cayó el libro del padre Jon Cortina “EL día más esperado”. Al realizar la primera inspección y constatar que posee más de trescientas páginas entré en dudas sobre lo interesante y novedoso del mismo. No le encontré muchas imágenes ni nada en especial que llamara mi atención.
Camino al trabajo inicié la labor de lectura. Me doy cuenta que hay mucho que divulgar sobre los años previos y posteriores al enfrentamiento armado. Indudablemente, esto no debe ser con el afán de consolidar o conquistar políticas o ideas contradictoriamente opuestas, sino con el propósito de mostrar aspectos que pasaron desapercibidos por una buena parte de la población.
En el “Itinerario de lectura” que realiza Francisco Andrés Escobar sobre el libro, encontré una substancial motivación que me introdujo en la lectura con voraz curiosidad. La frase “Este es un libro triste. Y también, un libro alegre” me sedujo. Debía saber por qué se puede alegrar o causar dolor al mismo tiempo. Esta dicotomía incomprensible consolidó el apremiante deseo de comprobar dichas palabras.
Me introduje en las primeras páginas. Un poco de historia, un tanto de testimonio. Había demasiado dolor replegado en cada hoja que leía. De esta forma sentí de nuevo ese dolor que alguna vez experimenté al leer la historia de Rufina Amaya en “Luciérnagas en el Mozote”. Recorrí con las protagonistas los lugares descritos con minucioso sufrimiento. Me lancé sobre espinas, me arrastré por las quebradas y montes, sentí el agua en mi cuello, la angustia de la persecución, las balas mortíferas silbando en mi oído, el hambre de unos hijos, el dolor de la pérdida de un esposo. Lo viví sentada frente al libro.
Lloré sin darme cuenta. Los ojos no pudieron contener tantas sensaciones recorriéndome el alma y la mente. Pero esta vez no ante el sufrimiento, sino ante el reencuentro de una madre con su hijo. Lloré porque el corazón sintió lo que la gente en Guarjila. El nudo en la garganta cuando se vieron después de doce años madre e hija, primos, tíos, abuelos. Es indescriptible, pero puedo decir que estuve ahí. Vi cómo el microbús azul de las Aldeas Infantiles llegaba frente a la iglesia del pueblo y de él bajaban aquellos niños que una vez estuvieran perdidos. Era un milagro hecho realidad.
Sin dejar a un lado, la loable tarea del padre Jon Cortina, quien vivió, comió y respiró el miedo manifestado por los protagonistas de estas historias. El rencuentro después de ver la vida cerca de la muerte, al igual que los seres que ofrecen sus testimonios, resucitó la fe en aquellos que la habían extraviado en alguna guinda. Su ayuda a la búsqueda de niños perdidos durante el conflicto armado generó esperanzas y aliento de vida a muchos padres que no la tenían.
Entiendo ahora, con un tercio del libro leído, que tengo el deber moral de compartir este dolor y esta alegría con la gente. No debo permitir que olviden tan fácilmente las generaciones venideras. Generar cambios sociales para que no tengamos a una Francisca y una Magdalena persiguiendo y suplicando por años una justicia que no llegó de las autoridades oficiales. Es lo razonable y lo menos que podemos hacer. Fortalecer lazos de solidaridad y amor entre los miembros de una comunidad. No debo olvidar que son mis hermanos, familia, son salvadoreños como yo. Cada uno de ellos, mis compatriotas, que llevan un dolor y una alegría de las que ahora soy parte.
Susana Avalos
14 Marzo de 2010
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